El monje que vendió su Ferrari es una fábula espiritual de autoayuda y desarrollo personal que posiblemente no requiera de presentaciones, sobre todo entre gente más habituada a leer este género (o, como mínimo, a no hacerle ascos), y es que es de las recomendaciones más prostituidas, tanto en redes sociales como en círculos de lectura. De ahí quizá que se me haya generado una bola de expectativas a la que su lectura no ha podido hacer frente.
En lo que uno esperaba el culmen del desarrollo personal, se encuentra con una lectura, aunque ligera, también muy básica, perfectamente resumible sin tanto misticismo en “hazlo todo bien, esto es, duerme bien, come bien, relaciónate bien, trata bien, obra bien, madruga bien”. Una suerte de lectura que atina en principios conductistas y de la logoterapia, a veces por azar, a veces por selección de autores tan célebres y ya reseñados como Viktor Frankl en su El hombre en busca de sentido (que con una extensión menor, es una obra mucho más completa y con un aporte valiosísimo que se sale de los preceptos de sentido común de los que se compone El monje que vendió su Ferrari).
Creo, honestamente, que
El monje que vendió su Ferrari me gustaría más si se
limitara a ser una fábula con, quizá, algo más de pensamiento
crítico, o en su defecto la presentación de ideas fuera más
ingeniosa y sutil y no tan “cara a cara” y dogmática, en tanto
que ahora mismo, tal y como está planteada la narrativa, John es un
adepto a las enseñanzas de Julián, sin mayor recelo que el que
aportan momentos de humor tan buenos como comparar la maquinaria del
ser humano con el motor de un Fórmula 1.
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