No acostumbro a leer mucha literatura juvenil. En realidad, no acostumbro a leer mucho de nada (psicología si acaso), porque llevo poco en el mundillo. No es que empezara o aprendiera a leer ayer, pero sí que me aficioné a la lectura de un sinfín de géneros (ficción, no ficción, misterio, juvenil, clásicos, autoayuda, psicología más científica, un amplio ecétera) como modo de relajarme, desconectar de la pantalla en tanto que (es) lectura en físico, conciliar el sueño, despertarme por las mañanas, y aprender sobre el mundo que me rodea desde un espacio, interprétese esto como bueno o malo, seguro para mí mismo.
Bajo esos primeros pasos de camino literario, Un cuento perfecto ha caído en mis manos. Primero como una obra que llamó mi atención entre los estantes de la biblioteca municipal, en su edición tapa blanda. Luego como una obra que me encontré en su edición más lujosa, esto es, tapa dura de la editorial SUMA, en una de las librerías que frecuento. Y así, pasé de leer simplemente los primeros capítulos, a modo de lectura rápida, vistazo de qué podría interesarme a futuro, una ojeada aquí allá por la biblioteca, a comprarla, organizarla en mis estanterías y leerla en menos que canta un gallo. Al ritmo que acostumbro, en realidad.
Largas introducciones aparte sobre cómo conocí Un cuento perfecto o por qué el blog es ahora un espacio más literario y menos nipón (al menos, menos "nipón en exclusiva"). La verdad es que si me hallo escribiendo de una de las últimas obras de Benavent, no es precisamente por desagrado. Todo lo contrario: es porque me ha encantado, y aunque con cierto miedo a que pueda haber cierta reiteración entre libros de la autora, me gustaría aventurarme más pronto que tarde con el resto de su obra literaria. Con Cómo (no) escribí nuestra historia, quizá.
Un cuento perfecto, al caso, es un romance. Es una comedia romántica. Es literatura juvenil. Es, por ir al grano de una vez por todas, perdonad esa gran virtud mía de enrollarme como una persiana ya sea que me halle escribiendo o hablándole a la cámara frontal del móvil, la historia de dos personas, cada una perdida a su manera, quienes hallarán en el otro la oportunidad de reencontrarse.
No en concepto de relación tóxica, unilateral, cuernos, amantes, centros de rehabilitación para nada terapéuticos (entendamos por esto “la pareja” como un elemento sustitutivo de la terapia, algo mucho más nocivo que un mero apoyo en la vida). Más en concepto estricto de reencontrarse. De hacer las paces con uno mismo. Aún si es de manera eventual. Aún si es simplemente durante un viaje a Grecia que, en cierto modo, acabará por tergiversarlo todo. No sé si aún más, porque la faena ya se encontraba tergiversada desde que el chico pluriempleado dormía en un sofá prestado lamiendo las botas de su "a ratos ex, a ratos amor de su vida", y desde que la chica se equipó un precioso calzado Nike para salir corriendo de su boda de ensueño. La boda de ensueño de su familia, quizá. Porque si de algo va Un cuento perfecto, la neurosis de sus personajes, es de contentar a todo el mundo. A todo el mundo menos a ellos mismos.
Porque oh, Dios; Margot lo tiene todo para ser la típica chica a la que cualquiera señalaría como persona exitosa, aludiendo a su posición social, su posesión de bienes, su posesión de belleza, su posesión de vestimenta, su posesión de una persona que le elija la vestimenta, como otro elemento que nos permite, por una parte, ubicarla en una jerarquía social, y por otra, ubicarla como una persona quien no es ella misma ni a la hora de elegir lo que viste y calza.
David no tiene nada de eso. Es, absolutamente, todo lo contrario. Un pluriempleado, camarero, paseador de perros y florista quien malvive en un sofá y persigue cual perro faldero a una abusiva y desubicada exnovia, importante recalcar la parte de abusiva, personita que poco bien hace a nuestra autoestima. No obstante, ambos se encuentran igual de perdidos. Sí; la chica rica. Sí; el chico que se contenta con poco. Por decir algo.
— ¿Igual? de perdidos.
Hasta ahora no he encontrado en ningún libro de psicología la fórmula para cuantificar quién está más perdido que quién. No obstante, en Un cuento perfecto hay un claro plano de igualdad muy sano para la relación de David y Margot. Dos individuos quienes, saliendo de un sumun de romances tóxicos, condescendientes, paternalistas y unilaterales, se ven inmersos, al principio en una relación de bonita ayuda mutua, codependencia, más tarde amistad, y más más tarde de algo que no sé etiquetar de un modo que no sea follamigos. Pero, sea cual sea la etiqueta que pongamos, la primordial, la que luce en la narrativa, es la de una relación sana. Realista, al menos. Una relación en la que, aunque priman malas conductas, las buenas ganan por goleada.
Hay falta de comunicación. Hay falta de responsabilidad. Hay falta de atención. Hay momentos de egoísmo, puro y duro, pero también necesario. Pero por encima de todo, hay una naturalización de que el fallo es humano, es natural, no debe penarse, cancelarse o perseguirse (no, al menos, de manera alocada, conductora de falsas justicias); podemos equivocarnos.
Debemos equivocarnos para aprender y mejorar, por favor. No somos perfectos. La vida, no lo es. Las relaciones de pareja, tampoco. Ni siquiera Un cuento perfecto es, perdonad por la redundancia y bajo recurso, un cuento perfecto. Es todo lo contrario: si exigimos hablar de la vida en términos de cuento o relato, es un cuento imperfecto. Este libro. La vida en sí misma. Un viaje plagado de obstáculos en donde no hay, realmente, opción correcta o plenamente satisfactoria. Sí un aprendizaje. Un deseo. Una necesidad por apostar hacia aquello que merece la pena. Y aquello que merece la pena, a mi juicio, a juicio de quien ha leído este libro como si se tratara de la cosa más interesantísima y emocionante del mundo, es que aquello que merece la pena es aquello que cuenta con el potencial de hacernos más. Más felices. Mejores personas.
En el caso particular de Un cuento perfecto, esto es, el ámbito romántico, o incluso extrapolable al ámbito social, apostar por aquella personita especial que constituya para nosotros un espacio seguro en el que ser quienes somos sin ningún miedo a sentirnos juzgados, observados (de mal modo) o criticados. Un espacio en el que esas frases de Un cuento perfecto, citadas a continuación, cobren más sentido que nunca:
Vuela...
Vuela...
Nunca es tarde para ser quien eres.
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